martes, 27 de enero de 2015

Hungría, 1989

Hungría arrastró durante toda su etapa comunista un cierto síndrome de extrañamiento. Hasta la Primera Guerra Mundial habían sido parte del refinado Imperio Austrohúngaro y, durante la Segunda, al almirante Miklós Horthy se le ocurrió que la mejor forma de recuperar el viejo esplendor sería aliarse con Adolf Hitler. Es cierto que durante cinco meses de 1919 en Budapest se declaró la segunda República Socialista, pero la experiencia sirvió más de vacuna que de acicate; eso sin hablar de la compleja relación del país con sus vecinos del mundo eslavo. Con esta combinación de antecedentes, lo último que podían imaginar los húngaros es que iban a acabar dentro del Pacto de Varsovia. A pesar de purgas y barbaridades varias, la sensación de irrealidad fue tan sostenida que en 1956 el primer ministro comunista Imre Nagy permitió a la ciudadanía levantada en armas caer en el error de que consegurían retirarse voluntariamente del club de amigos de Moscú para cambiarlo por un Occidente que les prometía libertad y prosperidad. Ante la ocurrencia, el Ejército Rojo intervino de inmediato y ahogó el plan en la sangre del propio Nagy y 3.000 compatriotas más. Heredó el poder János Kádár, dirigente que se había alineado del lado de la URSS frente a la intentona aperturista, pero ni aun así los húngaros terminaron de asumir que eran parte de un comunismo que hacía tan poco veían como ajeno a su ADN histórico.

Soldados rusos abandonan Hungría en 1989

Para evitar nuevos sarampiones, Kádár estableció una agenda relativamente reformista mediante la cual fue orientando el país hacia una economía de mercado. Creó un peculiar sistema en el que convivían el marxismo-leninismo y concesiones económicas que permitían que el nivel de vida de la población estuviese por encima del de sus aliados del Este. Mientras que con la mano derecha favorecía el establecimiento de pequeñas empresas y ciertos contactos con Occidente, con la izquierda se garantizaba el férreo control político del país. Algunos llamaron al invento kadarismo, otros prefirieron el término de “comunismo gulash” en referencia al potaje húngaro en el que cabe cualquier ingrediente. En cualquier caso, Kádár pareció ser el primero en creerse ese chiste de la época que decía que Hungría era el barracón más cómodo del campo comunista. Gracias a este relativo confort y a la sombra del garrote soviético, los húngaros se mantuvieron en calma durante veinte años más, pero la situación económica comenzó a deteriorarse a mediados de los ochenta a la misma velocidad que se desvanecían las fuerzas de Kádár. Vivir en una casa con ventanas permitió a los locales comprobar que su país estaba quedándose rezagado respecto a los vecinos capitalistas.

En 1988 Kádár cedió el poder a Károly Grósz, esperando que una nueva dirección del Partido Socialista Obrero Húngaro (PSOH) enfrentara mejor la crisis. Grósz intentó contentar a todos y no consiguió hacerlo con nadie. Aceptó impulsar reformas capitalistas pero sin pasar por el multipartidismo y la pérdida del poder hegemónico. Mientras unos en el PSOH le decían que estaba yendo demasiado lejos, otros como su primer ministro, Miklós Németh, vivían convencidos de que se estaban quedando kilómetros por detrás de lo que era necesario para evitar una explosión de descontento. A partir de entonces el proceso de apertura se convirtió en un extraño baile de salón cuyos pasos cambiaban sin avisar a nadie.

El picnic que el 19 de agosto de 1989 permitió que a través de Hungría huyeran 600 alemanes del Este fue quizá el mejor ejemplo de la técnica de la confusión fomentada por la cúpula comunista. Todo un aperitivo de la caída del Muro de Berlín, el picnic se organizó gracias a una concesión a Nemeth del presidente de la URSS, Mijaíl Gorbachov. Gorbachov autorizó a Budapest para que desmontase la vigilancia electrónica a lo largo de la frontera con Austria, y la oposición organizó una merendola para celebrar el rencuentro con el pueblo austriaco, antiguo compañero de Imperio. Ciudadanos de la RDA que habían llegado a Hungría supuestamente de vacaciones se escaparon con sus cestas y sus mantitas de cuadros por el hueco en la alambrada.

Ante el silencio de Moscú, el 10 de septiembre Budapest anunció la apertura de sus fronteras con Occidente. Németh aceptó que ciudadanos de Alemania Oriental usaran Hungría como escala en su huida del comunismo. Muchos años después Helmut Kohl, primer ministro por entonces de la RFA, desveló que el truco de magia le costó a Alemania un crédito de 500 millones de euros acordado con Nemeth en una reunión secreta en el castillo de Gymnich. La inversión rindió de inmediato y en dos meses más de 60.000 alemanes orientales llegaron a la tierra prometida vía Hungría.


Guardias húngaros retiran la alambrada de la frontera con Austria en 1989

Los reformistas del PSOH continuaron lanzándole retos al ala conservadora de Grosz. El desafío de mayor repercusión fue la rehabilitación pública de Imre Nagy y su fallida sublevación de 1956. En un funeral de Estado impensable unos meses antes, 100.000 personas rindieron sus respetos a las víctimas de la represión soviética. Los reformistas se impusieron en el Congreso del PSOH de octubre de 1989. Modificaron la Constitución para adaptarla al multipatidismo y reformar el Estado. Finalmente convocaron elecciones libres en mayo de 1990. Nemeth perdió contra el líder del grupo de oposición nacionalista y democristiana Foro Democrático Húngaro, József Antall, elegido primer gobernante no comunista de Hungría desde 1948.

Hungría no tardó en estrechar lazos con Europa occidental, se unió a la OTAN en 1999 y a la Unión Europea el 1 de mayo de 2004. Visto que ya había recorrido parte del camino hacia el capitalismo liberal, las perspectivas de Budapest parecían de las mejores entre las de los países del bloque comunista. Sin embargo los primeros pasos económicos del Gobierno de Antall fueron titubeantes. Las cuentas se desplomaron con tasas de decrecimiento del 18%, la deuda se disparó, las exportaciones no arrancaban, y las subvenciones sociales se redujeron a mínimos. A pesar de que en los primeros años del siglo XXI el país pareció levantar cabeza y sumarse a la ola general de crecimiento, quedó rezagado. La última crisis económica se cebó con el país, y Hungría fue el primer socio de la UE que necesitó un rescate del FMI. El problema de la deuda doméstica arruinó a muchas familias que contaban con préstamos bancarios asociados a monedas extranjeras (euro, yen, franco suizo...) y que con la devaluación del forinto vieron hasta duplicada la cantidad que adeudaban. Hoy, a pesar de que ha retomado una buena marcha, la economía húngara tiene un peso similar a la rumana, tomando Bucarest como ejemplo de Estado excomunista con condiciones de partida más complicadas.

Hungría no se plantea adoptar el euro como moneda hasta 2020, según declaraciones de Víktor Orbán, su primer ministro y una de las figuras más controvertidas de Europa. Este mismo año, el liberal que fue uno de los oradores en el funeral de Imre Nagy en 1989 anunció que el nuevo proyecto de su país es convertirse en una “democracia iliberal”. Entre ejemplos exitosos de este modelo citó a Singapur, China, India, Rusia y Turquía. A ojos de Orban, el mérito de estas radica en que no imitan el liberalismo occidental pero gozan de éxito económico, lo que parece ser el objetivo de una Hungría que, de nuevo con la mirada puesta en su vieja historia imperial y defensora explícita de los valores cristianos, parece que hay días que se siente sólo medio cómoda en el proyecto de la Unión Europea.

Fuente | Jerónimo Andreu, "Hungría, huida de una casa con ventanas"
El País, 6 de nov., 2014.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario